Y ahí estaban
ellos, 27 personitas esperando que les dieras los buenos días, que les dijeras
lo guapos que iban y lo campeones que eran por saber abrocharse el baby “ellos
solitos”. Uno te saludaba tímidamente, otro te sonreía desde su sitio cada vez
que le mirabas; otros, un poquito más atrevidos, se subían a tus brazos en
cuanto veían la menor oportunidad, o se te enganchaban a una pierna para
impedirte andar. Y cuando llegaba la hora de hacer la fila para cambiar de
aula, algunos se negaban a engancharse a su compañero de delante, porque
preferían ir cogidos de tu mano, les daba mayor seguridad tenerte al lado. ¡Y
qué bonito era cuando te llamaban continuamente para enseñarte lo bien que
hacían las fichas! ¡Y cómo les gustaba ver que les felicitabas y les ponías una
“carita sonriente” por lo bonito que había quedado su dibujo! Y, aunque algunos
se resistían a comer su bocadillo a la hora del desayuno, con unos cuantos
mimos y un poco de paciencia, conseguías que, al menos se comiera la mitad
antes de salir el recreo.
El recreo, la
hora de jugar, la hora de ver a los demás niños del colegio. ¡Qué abrazos te
daban los que aún no te habían visto en todo el día! Otros te contaban lo que
habían hecho el fin de semana y otros te preguntaban que cuándo irías a su
clase a “estar con ellos”. A veces, te faltaban brazos, ojos y oídos para
abrazar, coger, mirar y escuchar a todos los que se animaban a pasar el recreo
junto a ti.
Terminabas los
días llenos de sonrisas, abrazos, muchos “te quiero” sinceros, alguna que otra
rama que te regalaban, dibujos, y, lo más importante, con muchos más valores
que aprendías de ellos, los más pequeños de la sociedad. Y es que los niños tienen
más para enseñarnos de lo que muchos imaginamos, nos enseñan el poder de un abrazo,
nos enseñan a pedir perdón sin rencores, a olvidar lo malo y disfrutar de lo
bueno, a vivir el presente, a soñar, a ilusionarnos por la vida...